Breve reflexión acerca de “Neruda” de Pablo Larraín.
En los créditos de las películas francesas el nombre del director generalmente aparece bajo un título que dice: Mise en scène. La puesta en escena. El poner en escena un texto, el llevar un texto muerto a la vida, dominando todos los aspectos necesarios para que eso ocurra. La luz, la música, los actores, los movimientos de cámara y encuadres. Se trata de rediseñar la realidad para hacerla significar. En la última película de Pablo Larraín, “Neruda” (un título que le queda chico), no hay término más apropiado para referirse a ella: Una gran puesta en escena y más aún, una gran reflexión acerca de lo que es una puesta en escena.

Fotograma de «Neruda». Pablo Larraín, 2016
La elección de la figura de Neruda parece ser la más acertada si se quiere hablar de puesta en escena. Neruda se puso un nombre, se inventó una forma de hablar, diseñó una escenografía para cada una de sus casas, creó un universo propio lleno de caracolas, de mascarones de proa y caldillos de congrio. Según la película, además de inventarse como personaje, Neruda también inventó a los que lo rodean. Construyó una mujer enamorada e incondicional y un villano perseguidor y se escribió a sí mismo como un héroe prófugo de la justicia. Según la película, Neruda tiene plena consciencia de que es un personaje viviendo una gran aventura y de hecho los personajes que lo rodean, se lo hacen saber a cada segundo. La película también posee esa consciencia y también nos lo hace saber con cada recurso. Con la música instrumental de Federico Jusid (bastante distinta a los trabajos anteriores de Larraín), con la fotografía poco naturalista de Sergio Armstrong, donde a veces el tono violáceo de los exteriores que emula una película tungsteno sin corrección, nos subraya que esto no es la realidad, sino que una recreación de esta; con las retroproyecciones en las escenas de auto, que nos llevan de inmediato a la convención del Cine Noir de los cuarenta. Es que la película antes que todo, se trata de cine. De cómo el cine es capaz de manipular corazones y de construir realidades en busca de un efecto.
Larraín ya había coqueteado antes con este concepto en “No”. En donde desnudaba la tesis de la puesta en escena. Donde decía que quienes “liberaron” a Chile de la dictadura fueron los expertos en marketing. Acá, profundiza un poco más en esa idea, pero desde la ficción, del concepto mismo de ficción. Quizás cuando la película aparece por primera vez es justamente cuando la Hormiguita, interpretada con calidez por Mercedes Morán, le explica a un desconcertado Gael García Bernal, que él no pasa de un mero personaje secundario escrito por Neruda. Antes, nos había distraído mostrando a este Neruda farsante, asiduo a putas y aventuras policiales, todo para alimentar un ego enorme, pero cuando realmente el film cobra sentido es cuando instala la tesis de la película en boca de Morán, provocando un efecto laberíntico, ruiziano y brechtiano también. Provocando el vértigo que produce ver a personajes de ficción conscientes que no son más que eso: personajes de ficción.

Fotograma de «Neruda». Pablo Larraín, 2016
Este Neruda está consciente que es el personaje gangoso que hemos escuchado miles de veces en grabaciones lejanas recitando siempre la misma poesía, y que a estas alturas es un cliché de sí mismo. Este es el Neruda de Pablo Larraín. Un Pablo Larraín, que pareciera empezar a liberarse de la necesidad de discursear para hacer lo que mejor sabe hacer: Cine. En “Neruda” ya no hay una obsesión (a estas alturas ya medio adolescente) por lo grotesco o por lo ominoso. En “Neruda”, el Alfredo Castro construido por Pablo Larraín acá no es el ser monstruoso, omnipresente y pregnante que nos ha mostrado en todas sus películas anteriores (exceptuando “No” quizás). En “Neruda” Alfredo Castro es económico, apenas se nota. En “Neruda” los encuadres no son simétricos provocando la extrañeza que provocaba en “Post Morten”, el foco no es difuso como en “Tony Manero”. En “Neruda” hay un placer por poner en escena, por jugar con el Noir. Sin embargo, todavía quedan pedazos de su cine de antes. Y es tal vez lo que más molesta. Hay momentos que parecieran pertenecer a otras películas suyas, no a esta. Como la participación de Roberto Farías o la de Amparo Noguera, que interpretan a dos personajes que pertenecen a ese mundo de seres marginales, marginados y freaks que ya fueron suficientemente retratados en sus películas anteriores y que acá quizás sobran. Porque acá, más allá de la reflexión que la película hace sobre sí misma y sobre la mentira de la puesta en escena, más allá de cualquier reflexión que pueda generar, hay un placer por la puesta en escena en sí. Hay un placer por poner en escena. Y es cuando ese placer se transmite que la película ocurre.

Fotograma de «Neruda». Pablo Larraín, 2016
Hablar de puesta en escena en Chile, es hablar de Chile y siempre será pertinente. Es hablar de la historia reciente de Chile. Uno de los países que más sabe de puestas en escena. El país que inaugura un golpe militar con el bombardeo a la moneda, que es una escena trágica y teatral. Una verdadera superproducción simbólica, una imagen que hemos vuelto a ver una y otra vez y que cada vez se vuelve más cinematográfica. La puesta en escena como instalación de realidad se sigue usando incluso después de la dictadura. El propio Larraín habló de eso en “No”. La elección de los colores del arco-iris que contrastaba con el gris imperante de la estética de Pinochet. El color de los 90, los carnavales culturales de Lagos, Lagos, otra vez, dirigido por Vicente Sabatini, reabriendo la puerta de Morandé 80, siendo captado en gran angular con movimientos de cámaras ascendentes provocados por grúas. La configuración de personajes y de héroes: El primer socialista después de Allende en entrar a la Moneda, la primera mujer presidenta… La estética y la moral del plebiscito del 88 replicado por décadas en cada gobierno de la concertación. La estética de la puesta en escena. La moral de la puesta en escena. La necesidad de la puesta en escena. La necesidad de la puesta en escena para maquillar la realidad, para disfrazarla de izquierda, cuando nunca dejó de ser neoliberal. Porque este es el país de las mentiras, es el país de los mitos, es el país de las construcciones retóricas, de los discursos, de las frases hechas, de las revoluciones en libertad, de los socialismos a la chilena con empanada y vino tinto, de la justicia en la medida de lo posible, de los jaguares de Latinoamérica, de las nuevas mayorías. Es el país de los héroes míticos. Neruda, la película, emerge como símbolo de eso. Símbolo de las construcciones que este país se inventa. Símbolo de los mitos que se forman, de cómo se forman y cómo eso choca con la realidad y la contradice. Tal vez, este país posee tal nivel de puesta en escena sobre puesta en escena, que esta ya se esté descascarando.
Este mismo texto también puede ser una puesta en escena y una buena manera de terminarlo es recalcar el mismo concepto que ya se instaló en el primer párrafo. Eso siempre provoca una sensación de que el texto ha quedado redondo. Quizás sea un poco cliché hacerlo así, pero los clichés son clichés porque siempre funcionan. Así que vamos: Chile es el país de las grandes historias, que en realidad no pasan de eso. De meras y a la vez sofisticadas puestas en escena. De, cómo dirían en Francia, una gran mise-en scène.
Trailer de Neruda
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